martes, 26 de diciembre de 2006

Cuando reconocen al que vale

Eduardo Ferro recibió el premio de Humor Gráfico
"Quevedos". La trayectoria profesional de El Capo fue reconocida "por su especial significación social y artística", con esta distinción que, para la historieta, equivale al Cervantes de las letras.

Nacido en 1917, Ferro es el decano absoluto del humor gráfico argentino. En la revista "Patoruzú" nacieron muchos de sus mejores personajes, como "Langostino", "Bólido", "Tara Service" y "Pandora", entre otros.

En los años ’40 publicó en "La Razón" otro de sus notables personajes: el buzo "Chapaleo", que alcanzó difusión continental.

En 1988, Hyspamérica publicó "Lo que el vento devolvió", uno de los pocos libros que compila los trabajos de Ferro.
(Arriba, un dibujo que Ferro le regaló a Nación Apache -y yo
tomé prestado-; y abajo, una remake de "Chapaleo" que Rep publicó en el P/12 del 21/12/06 -ahí se ve mejor-)

jueves, 21 de diciembre de 2006

Poeta bélico


Soldado, hay una guerra entre la mente y el cielo,
entre el pensamiento y el día y la noche.
Por eso el poeta está siempre al sol,
remienda la luna en su habitación
y la cose a sus cadencias virgilianas,
arriba abajo, arriba abajo.


Es una guerra que nunca acaba.
Sin embargo, depende de la tuya.
Las dos son una. Son un plural,
un derecha e izquierda, un par,
dos paralelas que se encuentran
aunque sea solamente en el encuentro
de sus sombras o que se encuentran en un libro,
en un cuartel, una carta de Malasia.


Pero tu guerra acaba. Y después regresas
con seis carnes y doce vinos o bien sin ellos
para andar por otra habitación...
Monsieur y camarada, el soldado es pobre
sin los versos del poeta, sus compendios
insignificantes, los sonidos que se clavan,
inevitablemente modulantes, en la sangre.


Y guerra por guerra, tiene cada una
su clase de valentía. Qué sencillamente
el héroe ficticio se vuelve el real;
qué alegremente con las palabras justas
muere el soldado, si ha de morir,
o vive del sustento del habla fiel.


WALLACE STEVENS,
en "Notas para una ficción suprema"

miércoles, 20 de diciembre de 2006

Desarrollo desigual y combinado

La conquista del espacio y el culo de los caballos romanos

Cuando vemos un transbordador espacial en su rampa de lanzamiento, notamos dos grandes cohetes unidos a los lados del principal tanque de combustible. Son los llamados SRB (Solid Rocket Boosters), construidos por Thiokol Inc. en su fábrica de Utah.

Los ingenieros que los diseñaron habían previsto que fueran más anchos y más cortos, exactamente de la longitud del transbordador, pero los SRB deben ser enviados por tren desde la fábrica hasta el lugar de lanzamiento. La línea férrea pasa por un túnel en las montañas, y los SRB tienen que caber en ese túnel, que es apenas más ancho que la trocha de la vía.


El ancho de las vías en los ferrocarriles de EEUU es de 143,5 cm (4 pies y 8,5 pulgadas exactamente), un número bastante extraño. ¿Cuál es la razón de ese ancho? Una respuesta rápida y sencilla es que así se construyen las trochas en Gran Bretaña, y que las de EEUU fueron construidas por ingleses expatriados.


¿Y por qué los ingleses usaban ese ancho? Los primeros trenes fueron construidos por las mismas personas que habían construido los antiguos tranvías, y ése era el ancho que usaban. ¿Y por qué usaban tal cifra? Porque utilizaban las mismas plantillas y herramientas empleadas para construir carruajes que tenían ese espacio entre ruedas.


Bien. ¿Y por qué los carruajes usaban esa extraña cifra de espacio entre ruedas? Porque si hubiesen usado otra cualquiera, se hubiesen roto en algún viejo camino inglés, ya que esa es la distancia entre las huellas de los carruajes que pasaron por allí desde la antigüedad.


¿Y quién construyó esos viejos caminos con huellas? Las primeras carreteras de larga distancia en Europa (e Inglaterra) fueron construidas durante el Imperio Romano (cuando Inglaterra era Britania) para sus legiones, y han sido usadas desde entonces. Los carros de guerra de las legiones romanas marcaron las huellas iniciales, que cualquier otro tenía que imitar por miedo a destruir las ruedas de sus carruajes. Ya que esos carros fueron hechos para (o por) el Imperio Romano, eran todos iguales en cuanto a distancia entre ruedas. El ancho de vía férrea estándar en EEUU es de 143,5 cm, y deriva de las especificaciones originales para un carro de guerra romano.


Así pues, la próxima vez que te den unas especificaciones y te preguntes qué culo de asno las parió, puede que estés aproximadamente en lo cierto, ya que los carros de guerra romanos se hicieron con el ancho justo para acomodar los traseros de dos caballos. Aquí tenemos la respuesta a la pregunta de cuál era la razón para ese ancho de vía.


Y volviendo a donde empezamos, vemos que el diseño de los cohetes impulsores del más avanzado sistema de transporte del mundo fue condicionado hace dos mil años por el ancho de ancas de un par de caballos romanos.

lunes, 18 de diciembre de 2006

Lucatdis!!! I

Negrear al empleado es cada vez más “popular”

La “mejor” marca es la del NEA

Las estadísticas oficiales vuelven a demostrar que los trabajadores son el principal sostén del crecimiento "a tasas chinas". El INDEC detectó que, en la región, cuatro de cada diez empleados no están registrados; un 7% más que la media nacional, donde la contratación ilegal llega al 35,8%. En tanto, el Instituto Provincial de Estadísticas de Santa Fe reveló que sobre 43.171 nuevos trabajadores encuestados (de entre 30 y 39 años), 33.774 declararon que en su trabajo no les hacen los aportes a la Seguridad Social. No obstante, las cámaras patronales siguen reclamando subsidios del Estado...

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domingo, 17 de diciembre de 2006

Todo que no sea bien contigo misma

Canción de invierno (Silvio Rodríguez)

Es día de frío y llegas a casa
vienes de la tarde cansada de un jueves
los muebles, tu perro y millones de ojos
están como siempre esperando tu vuelta
en la que presientes que nada ha cambiado
te espera lo mismo, el sueño ha pasado.

Recoges tu pelo tan libre en la tarde
quizás porque nadie nunca lo vio preso
te sientas y cenas y todas las culpas
te dan con un peso mayor que tus fuerzas
y pugnan tus ojos y esta tarde loca
hasta que eres débil y tapas tu boca.

Cuando todo pasa te crees segura
mientras con tus horas revuelves cenizas
presientes muy dentro pasiones prohibidas
no importa mentirse para ser felices
hasta que un deseo se meta en tu lecho
mas ¿qué estás pensando? Te tapas el pecho.

Pero necesitas quedar bien con todo
todo que no sea bien contigo misma
la angustia es el precio de ser uno mismo
mejor ser felices como nuestros padres
y hacer de la lástima amores eternos
hasta que a la larga te tape el invierno.



Angustia (La madre del artista),
de David Alfaro Siqueiros.

jueves, 14 de diciembre de 2006

No es la razón

La palmera al final de la mente
detrás del último pensamiento, crece,
en la distancia de oros brillantes,
un pájaro de plumas de oro canta en la palmera,
sin significado humano, sin sentimiento humano,
una canción extranjera;
entonces comprenderás que no es la razón
la que nos asiste en la felicidad o tristeza de los días.
El pájaro canta, sus plumas resplandecen.
La palmera se yergue al borde del vacío.
El viento baila en sus ramas,
las doradas plumas del pájaro caen lentamente,
suspendidas en el aire.

(Se llama
"De la simple existencia",
es de Wallace Stevens)



miércoles, 13 de diciembre de 2006

Bienvenida al club

Meten a la lauchita en el laberinto. Al final del susodicho, el objeto del deseo: una porción de oloroso gruyere o un machito atractivo, lo que fuere. La estructura permite que la laucha vea dónde está el objeto deseado, pero impide que tenga acceso a él. Entonces, le ponen unos premios consuelo: objetos parecidos pero de menor valor, a los que sí puede acceder con facilidad.

¿Qué hace la laucha? Al principio trata de hallar el camino hacia el premio más pulenta. Después, persuadida de la imposibilidad de alcanzarlo, renuncia a él y se dirige a algún sustituto inferior. E’cir, se comporta como una persona "racional", pragmática, utilitarista.

Y es aquí donde se inicia el experimento de verdad: operan el cerebro de la rata (le hacen cosas con un láser). Ahora la rata, operada, es arrojada de nuevo al laberinto, donde vuelve a ver el inaccesible objeto del deseo. El bicho parece en primera instancia resignado a uno de los sustitutos, pero al rato vuelve, en forma recurrente, a "el" objeto, intenta alcanzarlo una y otra vez.

La operación para "humanizarla" fue un éxito: el deseo del pobre animal estará por siempre cautivo de la cosa inaccesible, y nunca tendrá descanso, sólo pausas, en su perpetua peregrinación hacia lo que siempre estará más allá.


(Sobre un relato de Jacques-Alain Miller)

Un carácter inolvidable


Para que el carácter de un ser humano revele cualida-des verdade-ramente excepcionales, es necesario tener la suerte de poder observar sus acciones durante muchos años. Si esta acción está despojada de todo egoísmo, si la idea que la dirige es de una generosidad sin precedente, si es absolutamente seguro que no hay en ella una búsqueda de recompensa, y que, sobre todo, ha dejado huellas visibles sobre el mundo, estamos, sin riesgo de errores, ante un carácter inolvidable.


Hace unos cuarenta años realicé un largo viaje a pie por las alturas montañosas, absolutamente desconocidas por los turistas, de esa vieja región de los Alpes que penetra en la Provenza.
Esta región está delimitada al sudeste y al sur por el curso medio del Durance, entre Sisteron y Mirabeau; al norte por el curso superior del Drôme, después por su afluente hasta Die; al oeste por las planicies del condado de Vanaissin y los contrafuertes del monte Ventoux. Comprende toda la parte norte del departamento de los Alpes Bajos, el sur del Drôme y un pequeño enclave del Vaucluse.


Como decía, fue entonces cuando emprendí mi largo paseo por esos desiertos, landas desnudas y monótonas, de unos 1200 a 1300 metros de altitud. Sólo crecen allí las lavandas silvestres.


Atravesaba la región en toda su extensión y, después de tres días de marcha, me encontré en medio de una desolación sin precedentes. Acampé cerca de un esquelético pueblo abandonado. No había encontrado agua el día anterior, y necesitaba hallarla. Esas casas aglomeradas, aunque en ruinas, me hacían pensar que una vez debió de haber allí una fuente o un pozo. Había una fuente, pero seca. Las cinco o seis casas, sin techo, roídas por el viento y la lluvia, la pequeña capilla con el campanario derrumbado, estaban dispuestas como las casas y las capillas en los pueblos vivos, pero toda vida había desaparecido.


Era un buen día de junio con un gran sol, pero, sobre estas tierras sin reparo y alzadas hacia el cielo, el viento soplaba con una brutalidad insoportable. Sus rugidos en las carcasas de las ruinas eran los de una fiera molestada mientras come. Me fue necesario levantar campamento. A las cinco horas de marcha de allí, no había encontrado agua ni nada que me pudiera dar la esperanza de encontrarla. Por todos lados la misma sequedad, las mismas hierbas leñosas. Me pareció distinguir en la lontananza una pequeña silueta negra, erecta. La tomé por el tronco de un árbol solitario. De cualquier modo, me dirigí hacia ella. Era un pastor. Una treintena de ovejas acostadas sobre la tierra ardiente descansaban alrededor de él.


Me hizo beber de su cantimplora y, un poco más tarde, me condujo a su aprisco, en una ondulación de la planicie. Extraía su agua, excelente, de un pozo natural, muy profundo, al lado del cual había instalado un torno de mano rudimentario.


Este hombre hablaba poco. Era algo típico de los solitarios, pero uno se sentía seguro con él y confiaba en esta seguridad. Era algo insólito en este país despojado de todo. No vivía en una cabaña sino en una verdadera casa de piedra, en la cual se observaba muy bien cómo su trabajo personal había detenido la ruina que había encontrado a su llegada. Su techo era sólido e impermeable. El viento que batía sobre las tejas parecía el ruido del mar en la playa. El lugar estaba en orden, la vajilla lavada, el suelo barrido, su fusil engrasado; la sopa hervía en el fuego. Noté ahora que estaba bien rasurado, que todos sus botones estaban sólidamente cosidos, que sus vestimentas estaban remendadas con esa minuciosidad que hace invisibles los remiendos. Compartió conmigo su sopa y, como después le ofrecí mi petaca, me dijo que no fumaba. Su perro, silencioso como él, era amable sin ser servil.


Desde el principio quedó claro que yo pasaría la noche allí; el caserío más próximo estaba todavía a día y medio de marcha. Y, además, yo conocía perfectamente el carácter de los raros pueblos de esta región. Había cuatro o cinco dispersos, lejos los unos de los otros, sobre los flancos de esas colinas, en los bosquecillos de robles blancos, en el extremo final de las rutas transitables. Estaban habitados por leñadores que fabricaban carbón de madera. Eran unos parajes donde se vivía bastante mal. Las familias, apiñadas unas contra otras en ese clima de una rudeza excesiva, tanto en verano como en invierno, no encontraban escape a sus egoísmos. La ambición irracional alcanzaba proporciones desmesuradas, en un deseo continuo por escapar de ese lugar.


Los hombres transportaban su carbón a la ciudad con sus camiones, luego retornaban. Las más sólidas cualidades se quebraban bajo esta perpetua ducha escocesa. Las mujeres hervían a fuego lento sus rencores. Había rivalidad para todo, tanto para la venta de carbón como para el banco de la iglesia, para las virtudes que se combatían entre ellas, para la mezcolanza general de vicios y virtudes, sin descanso. Y sobre todo estaba el viento, que, incesante, irritaba los nervios. Había epidemias de suicidios y numerosos casos de locura, por lo general homicida.


El pastor que no fumaba fue a buscar un pequeño saco y vació sobre la mesa una pila de bellotas. Se puso a examinarlas una después de otra con mucha atención, separando las buenas de las malas. Yo fumaba mi pipa. Me ofrecí a ayudarle. Me dijo que era asunto suyo. Y lo era, en efecto. Viendo el cuidado que ponía en su trabajo, no insistí más. Esa fue toda nuestra conversación. Cuando hubo apartado una pila de bellotas bien gruesas, contó grupos de diez. Al hacerlo, eliminó incluso las muy pequeñas o que estaban ligeramente agrietadas, cuando las examinó más de cerca. Cuando tuvo delante de sí cien bellotas perfectas, se detuvo y nos fuimos a acostar.


La compañía de este hombre infundía paz. A la mañana siguiente le pedí permiso para descansar allí todo el día. Lo encontró muy natural, o, para ser más exacto, me dio la impresión de que nada podría sorprenderle. Este descanso no era absolutamente necesario, pero yo estaba intrigado y quería saber más. Hizo salir a su majada y la llevó a pastar. Antes de partir, puso en remojo, en un cubo de agua, el pequeño saco que tenía las bellotas tan cuidadosamente elegidas y contadas.
Advertí que, a guisa de bastón, portaba una barra de hierro del grueso de un pulgar y un metro cincuenta de largo. Haciendo que paseaba para descansar, caminé en una ruta paralela a la suya. El lugar de pastoreo de sus animales estaba en el fondo de un valle. Dejó a la pequeña majada al cuidado del perro y comenzó a subir hacia donde yo me encontraba. Temí que viniera a reprocharme mi indiscreción, pero no era nada de esto, ese era su camino y me invitó a acompañarle si yo no tenía nada mejor que hacer. Ascendió hasta unos doscientos metros de altura.


Una vez llegado al lugar que deseaba alcanzar, clavó su barra de hierro en la tierra. Hizo así un agujero en el cual metió una bellota, y luego lo rellenó. Plantaba robles. Le pregunté si la tierra le pertenecía. Me respondió que no. ¿Sabía quiénes eran sus dueños? No lo sabía. Suponía que era una tierra comunal, o era posible que fuera propiedad de personas que no le interesaban para nada. No estaba interesado en conocer a los propietarios. Plantó así sus cien bellotas, con un cuidado extremado.


Después del almuerzo, volvió a escoger sus simientes. Supongo que debo de haber estado muy insistente en mis preguntas, pues él me respondió. Durante tres años había estado plantando árboles en esa soledad. Había plantado cien mil. De éstos, veinte mil habían salido. De estos veinte mil, contaba aún perder la mitad, por culpa de los roedores o de todo lo que es imposible de prever en los designios de la providencia. Quedaban diez mil robles que crecerían en ese paraje donde nada había crecido antes.


Fue entonces cuando comencé a preguntarme acerca de la edad de este hombre. Tenía visiblemente más de cincuenta años. Cincuenta y cinco, me dijo. Se llamaba Elezéard Bouffier. Había tenido una granja en las planicies. Había vivido su vida.


Había perdido a su único hijo, luego a su mujer. Se había retirado a la soledad, donde su único placer era vivir lentamente, con sus ovejas y su perro. Había llegado a la conclusión de que esa región se moría por falta de árboles. Agregó que, no teniendo ocupaciones importantes, se había propuesto remediar este estado de las cosas.


Como yo mismo, en ese momento, a pesar de mi juventud, llevaba una vida solitaria, sabía como tocar con delicadeza las almas solitarias. Sin embargo, cometí un error. Mi juventud, precisamente, me hacía imaginar un futuro en función de mí mismo y de una determinada búsqueda de la felicidad. Le dije que, en treinta años, esos diez mil árboles serían magníficos. Me respondió, simplemente que, si Dios le daba vida, en treinta años plantaría tantos otros que los diez mil serían como una gota de agua en el mar.


Además, estaba estudiando la reproducción de las hayas y tenía junto a su casa un vivero de hayucos. Las plantitas, que había protegido de sus ovejas por medio de un vallado, eran muy hermosas. Había pensado igualmente en los abedules donde, me dijo, había algo de humedad dormida a pocos metros de la superficie del suelo. Al día siguiente nos separamos.


Al año siguiente vino la guerra del ’14, en la que me vi envuelto durante cinco años. Un soldado de infantería apenas puede reflexionar sobre los árboles. A decir verdad, el hecho mismo no me había impresionado; lo había considerado como un hobby, una colección de sellos, y lo había olvidado.


Al terminar la guerra, me encontré en posesión de una prima de desmovilización minúscula, pero con el gran deseo de respirar un poco de aire puro. De esta manera, sin una idea preconcebida, salvo la expresada, retomé el camino de esas comarcas desérticas. La región no había cambiado. No obstante, más allá del pueblo muerto, divisé en la lontananza una especie de bruma gris que recubría las colinas como un tapiz. Desde el día anterior había comenzado a pensar en aquel pastor que plantaba árboles. "Diez mil árboles -me dije- ocupan un gran espacio".


Había visto morir a mucha gente durante cinco años para no imaginar fácilmente la muerte de Elezéard Bouffier, en especial cuando, a los veinte, uno considera a los hombres de cincuenta como viejos a los que resta poco de vida. El no había muerto. De hecho, se lo veía muy vigoroso. Había cambiado de oficio. No tenía más que cuatro ovejas pero, en cambio, una centena de colmenas. Se había desembarazado de las ovejas que ponían en peligro sus plantaciones de árboles. Pues, me dijo (y yo lo constaté), no se había preocupado mucho de la guerra. Había continuado plantando árboles imperturbablemente.


Los robles de 1910 tenían ahora diez años y eran más altos que nosotros dos. El espectáculo era impresionante. Me sentí literalmente sin palabras y, como él no hablaba, nos pasamos todo el día en silencio mientras paseábamos por su bosque. Este tenía, en tres secciones, once kilómetros en su máxima extensión. Cuando uno recuerda que todo esto había salido de las manos y el alma de ese hombre, sin recursos técnicos, uno comprende que los hombres pueden ser tan eficaces como Dios en otros dominios que no sean la destrucción.


Él había seguido su plan, y las hayas que me llegaban al hombro, expandiéndose hasta donde alcanzaba la vista, lo testimoniaban. Los robles eran tupidos y había pasado la época en que estaban a merced de los roedores; cuando los designios de la Providencia son destruir la obra creada, le es necesario recurrir a los ciclones. Me mostró admirables bosquecillos de abedules que tenían cinco años, es decir de 1915, la época en que yo combatía en Verdún. Les había hecho ocupar todas las hondonadas donde él suponía, con justa razón, que había humedad a flor de tierra. Eran delicados como adolescentes y muy firmes.


La creación parecía haber actuado como una reacción en cadena. El no se preocupaba, él proseguía obstinadamente su tarea, en toda su simplicidad. Pero al regresar hacia el pueblo, vi correr agua por arroyos que habían estado secos desde que el hombre tenía memoria. Era la más formidable reacción en cadena que yo había visto. Esos arroyos secos habían llevado agua hacía mucho, mucho tiempo.


Algunos de los tristes pueblos de los que he hablado al principio de mi relato estaban construidos sobre los emplazamientos de villas galorromanas, de las que aún persistían huellas; allí los arqueólogos habían excavado y encontrado anzuelos, en aquellos parajes donde, en el siglo XX, la gente se veía obligada a recurrir a las cisternas para tener un poco de agua.


El viento había dispersado ciertas semillas. Al mismo tiempo que el agua reaparecía, reaparecían los sauces, los mimbres, los prados, los jardines, las flores y una especie de razón de vivir. Pero la transformación se operaba tan lentamente que entraba en lo habitual sin provocar sorpresa. Los cazadores que escalaban esas soledades persiguiendo liebres o jabalíes habían, por supuesto, constatado el aumento de los arbolitos, pero lo habían atribuido a los caprichos naturales de la tierra. Es por ello que nadie había tocado la obra de este hombre. Si hubiera sido detectado, hubiera tenido oposición. ¿Podrían acaso imaginar, en los pueblos y la administración, una obstinación como aquella, una generosidad tan magnífica?


A partir de 1920, no dejé pasar un año sin hacer una visita a Elezéard Bouffier. Nunca le vi flaquear ni dudar. ¡Y, por lo tanto, Dios sabe si Dios mismo empuja! No me había dado cuenta de sus sinsabores. Pero debemos imaginar que, para obtener un éxito similar, es necesario vencer a la adversidad y que, para obtener la victoria de una pasión igual, habrá que luchar contra la desesperación. Durante todo un año había plantado diez mil arces. Todos se secaron. Después de un año, abandonó los arces para retomar las hayas, que brotaron casi mejor que los robles.


Para tener una idea un poco más exacta de este carácter excepcional, no se puede olvidar que actuaba en una soledad total; tan total que, hacia el fin de su vida, había perdido la costumbre de hablar. O quizás, es posible, no veía la necesidad de hacerlo.


En 1933 recibió la visita de un guardabosques asombrado. Este funcionario le notificó que había una orden de no hacer fuegos que pudieran poner en peligro el crecimiento de este bosque natural. Era la primera vez, dijo aquel hombre ingenuamente, que veía que un bosque crecía solo. Por entonces, Elezéard plantaba las hayas a doce kilómetros de su casa. Para evitar el trayecto de retorno, pues ya tenía sesenta y cinco años, planeaba construir una cabaña de piedra en la linde misma de sus plantaciones. Algo que hizo al año siguiente.


En 1935, una verdadera delegación administrativa vino a examinar el "bosque natural". Estaba formada por un gran personaje de la administración de Aguas y Bosques, un diputado y algunos técnicos. Decidieron que había que hacer algo y, afortunadamente, nada fue hecho, excepto la única cosa útil: poner el bosque bajo la protección del Estado y prohibir el ir y venir de los carboneros. Era imposible no dejarse cautivar por la belleza de los jóvenes árboles en la plenitud de su salud. Ellos mismos ejercieron todo su poder de seducción sobre el diputado.


Yo tenía un amigo entre los oficiales forestales que estaban en la delegación. Le expliqué el misterio. Un día de la semana siguiente nos dirigimos ambos en busca de Elezéard Bouffier. Lo encontramos en plena faena, a unos veinte kilómetros del lugar donde había tenido lugar la inspección. Este oficial forestal no era amigo mío por nada. Conocía el valor de las cosas. Sabía permanecer en silencio. Yo ofrecí los huevos que había traído como presente. Partimos nuestro refrigerio en tres y pasamos varias horas en la contemplación muda del paisaje. El lado del que habíamos venido estaba cubierto con árboles de seis a siete metros de altura. Yo recordaba el aspecto del país en 1913, aquel desierto... El trabajo apacible y regular, el vigoroso aire de la montaña, la frugalidad, y sobre todo, la serenidad del alma, habían dado a este viejo una salud casi solemne. Era un atleta de Dios. ¡Me pregunté cuántas hectáreas más de árboles cubriría todavía!


Antes de partir mi amigo hizo simplemente una breve sugerencia a propósito de ciertas especies a las cuales el terreno parecía convenir. No insistió. "Por una buena razón -me dijo más tarde-, porque este buen hombre sabe más que yo". Al cabo de una hora de marcha, habiéndose esta idea abierto camino en él, agregó: "Él sabe más que nadie en el mundo. ¡Ha encontrado una maravillosa forma de ser feliz!". Fue gracias a este oficial que, no sólo el bosque, sino también la felicidad del hombre fueron protegidos. Hizo nombrar tres guardabosques para su protección y los atemorizó para que permanecieran insensibles a todas las gratificaciones que pudieran proponerles los leñadores.


La obra no corrió ningún peligro serio, salvo durante la guerra de 1939. Los automóviles marchaban entonces con gasógeno, y nunca había suficiente madera. Se comenzaron a efectuar talas de los robles de 1910, pero estas regiones estaban tan lejos de cualquier red vial, que la empresa resultó mala desde el punto de vista financiero. Fue abandonada. El pastor no vio nada. Estaba a treinta kilómetros de allí, continuando apaciblemente su tarea, ignorando la guerra del ’39, como había ignorado la del ’14.


Vi a Elezéard Bouffier por última vez en junio de 1945. Tenía entonces ochenta y siete años. Yo había reemprendido entonces la ruta del desierto; pero ahora, a pesar de los estragos que había causado la guerra en esa región, había un autobús entre el valle de Durance y la montaña.


Atribuí a este medio de transporte relativamente rápido el hecho de no reconocer las escenas de mis primeros paseos. Me pareció también que el itinerario me hacía pasar por lugares nuevos. Necesité ver el nombre de un poblado para darme cuenta de que estaba, a pesar de todo, en esta región antaño arruinada y desolada. El autobús me dejó en Vergons.


En 1913, este poblado de diez o doce casas tenía tres habitantes. Eran criaturas salvajes, se detestaban y vivían de poner trampas para animales; estaban, física y moralmente, a poca distancia de los hombres prehistóricos. Las ortigas devoraban el entorno de las casas abandonadas. Su condición carecía de esperanzas. No existía para ellos otra cosa que esperar la muerte: situación que no predispone mucho a las virtudes.


Todo había cambiado. El aire mismo. En lugar de las ráfagas secas y brutales que me habían recibido antaño, soplaba una brisa suave cargada de aromas. Un ruido semejante al agua llegaba de las montañas. Pero, lo más sorprendente de todo, escuché el verdadero murmullo del agua corriendo en una palangana. Vi que había sido construida una fuente, y que el agua fluía abundante, y que -esto me sorprendió más aún- alguien había plantado junto a ella un tilo que parecía tener cuatro años, ya grueso, símbolo incontestable de una resurrección.


Por otra parte, Vergons mostraba evidencias de ese tipo de trabajo para el cual es necesaria la esperanza. La esperanza había, entonces, retornado. Habían despejado las ruinas, abatido las paredes derruidas y reconstruido cinco casas. El poblado contaba por entonces veintiocho habitantes, cuatro de ellos jóvenes parejas casadas. Las nuevas casas, con su revoque aún fresco, estaban rodeadas de jardines donde crecían, mezcladas pero en un cierto orden, legumbres y flores, coles y rosales, puerros y dragones, apios y anémonas. Era ahora un lugar donde daba ganas de vivir.


A partir de allí, continué a pie. La guerra de la que apenas habíamos salido no había permitido la expansión total de la vida, pero Lazare estaba lejos ahora de ser una tumba. Sobre los bajos flancos de las montañas, vi pequeños campos de cebada y centeno; en lo profundo de los estrechos valles empezaban a verdear algunas praderas. Sólo ocho años nos separaba de esta época en que todo el país resplandecía de salud y bienestar. Sobre el emplazamiento de las ruinas que había visto en 1913, se elevaban ahora granjas limpias, bien enlucidas, que denotaban una vida feliz y confortable. Los viejos cauces, alimentados por las lluvias y las nieves que retenían los bosques, eran remisos a correr. Se habían canalizado las aguas. Al lado de cada granja, en los bosques de arces, los estanques de las fuentes desbordaban sobre los tapices de menta silvestre. Los pueblos eran reconstruidos poco a poco. Gentes de las planicies, donde la tierra era cara, se habían establecido en la región, aportando la juventud, el movimiento y el espíritu de aventura. Se encontraba en los caminos a hombres y mujeres bien alimentados, niños y niñas que sabían reír, y se había recuperado el gusto por las fiestas campesinas. Si se cuenta la antigua población, menos reconocible desde que vivían mejor, y los recién llegados, más de diez mil personas debían su felicidad a Elezéard Bouffier.


Cuando pienso que un hombre solo, reducido a sus simples recursos físicos y morales, se bastó para hacer surgir del desierto este país de Canaán, me convenzo de que, a pesar de todo, la condición humana es admirable. Pero, cuando tomo en cuenta la infatigable grandeza del alma y la tenacidad en la generosidad necesaria para lograr este resultado, me siento imbuido de un inmenso respeto por ese viejo campesino inculto que tuvo a bien realizar esta obra digna de Dios.


Elezéard Bouffier murió apaciblemente en 1947, en el hospital de Banon.


("El hombre que plantaba árboles", de Jean Giono)

martes, 12 de diciembre de 2006

Perdimos otra vez


El arte de perder no es muy difícil;
tantas cosas contienen el germen
de la pérdida, pero perderlas no es un desastre.
Pierde algo cada día. Acepta la inquietud de perder
las llaves de las puertas, las horas malgastadas.
El arte de perder no es muy difícil.

Después intenta perder lejana, rápidamente:
lugares, y nombres, y la escala siguiente
de tu viaje. Nada de eso será un desastre.

Perdí el reloj de mi madre. ¡Y mira! desaparecieron
la última o la penúltima de mis tres queridas casas.
El arte de perder no es muy difícil.

Perdí dos ciudades entrañables. Y un inmenso
reino que era mío, dos ríos y un continente.
Los extraño, pero no ha sido un desastre.

Ni aun perdiéndote a ti (la cariñosa voz, el gesto
que amo) me podré engañar. Es evidente
que el arte de perder no es muy difícil,
aunque pueda parecer (¡escríbelo!) un desastre.
_--oOo--_

(Esta cruel sutileza de Elizabeth Bishop
se llama "Un arte". La ilustración de más
arriba es un fragmento de una pintura,
también de ella, que no sé cómo se llama)

lunes, 11 de diciembre de 2006

Corrección política y práctica consuetudinaria

- ... y entonces le digo muy educadamente: "Señor Mingueleskie, usted y yo nos conocemos desde hace más de 41 años, ¿no es cierto? Y, desde entonces, cada vez que nos encontramos, sea donde sea, usted insiste en lanzarme una torta de crema a la cara y darme una patada en la rodilla... Señor Mingueleskie, siendo usted un respetable anciano y un brillante juez del Tribunal Supremo, y yo el presidente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y padre de cinco hijos... ¿no le parece que, a estas alturas de nuestras vidas, la broma está ya completamente fuera de lugar?"

- Vaya... ¿y qué te respondió él?

- Se sorprendió, ¿sabes? Se sorprendió mucho. Dijo que lo sentía profundamente, que estaba realmente dolido por su actitud y que jamás pretendió humillarme. Dijo que si había estado lanzándome tortas de crema y pateándome la rodilla durante más de 41 años se debía, únicamente, a que pensaba que yo disfrutaba con la broma y que, de hecho, él no tenía ningún interés en continuar con lo que dio en llamar "una pueril y reprobable burla propia de mentes pequeñas". Eso dijo, en serio... y fue un noble gesto; realmente noble. Digno de un gran hombre como él. Después de eso, se disculpó nuevamente, me estrechó respetuosamente la mano, me lanzó la torta que escondía tras la espalda y mientras yo trataba de quitarme la crema de los ojos, me propinó un fortísimo puntapié en la rodilla y huyó corriendo.

(Texto tomado de "El hombre que comía diccionarios". La ilustración es "Faul", de Thomas Lunz)

miércoles, 6 de diciembre de 2006

Humpty Dumpty y su popular método de análisis discursivo

(...) Como estaba diciendo, me parece que está bien hecha la resta... aunque, por supuesto no he tenido tiempo de examinarla debidamente... pero, en todo caso, lo que demuestra es que hay trescientos sesenta y cuatro días para recibir regalos de incumpleaños...
-Desde luego -asintió Alicia.
-¡Y sólo uno para regalos de cumpleaños! Ya ves. ¡Te has cubierto de gloria!
-No sé qué es lo que quiere decir con eso de la «gloria» -observó Alicia.
Humpty Dumpty sonrió despectivamente.
-Pues claro que no..., y no lo sabrás hasta que te lo diga yo. Quiere decir que «ahí te he dado con un argumento que te ha dejado bien aplastada».
-Pero «gloria» no significa «un argumento que deja bien aplastado» -objetó Alicia.
-Cuando yo uso una palabra -insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso- quiere decir lo que yo quiero que diga..., ni más ni menos.
-La cuestión -insistió Alicia- es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
-La cuestión -zanjó Humpty Dumpty- es saber quién es el que manda..., eso es todo.


Alicia se quedó demasiado desconcertada con todo esto para decir nada; de forma que tras un minuto Humpty Dumpty empezó a hablar de nuevo:
-Algunas palabras tienen su genio... particularmente los verbos..., son los más creídos..., con los adjetivos se puede hacer lo que se quiera, pero no con los verbos..., sin embargo, ¡yo me las arreglo para tenerlos cortitos a todos ellos! ¡Impenetrabilidad! Eso es lo que yo siempre digo.
-¿Querría decirme, por favor -rogó Alicia- qué es lo que quiere decir eso?
-Ahora sí que estás hablando como una niña sensata -aprobó Humpty Dumpty, muy orondo. -Por «impenetrabilidad» quiero decir que «ya basta de hablar de este tema y que más te valdría que me dijeras de una vez qué es lo que vas a hacer ahora pues supongo que no vas a estar ahí parada para el resto de tu vida».
-¡Pues no es poco significado para una sola palabra! -comentó pensativamente Alicia.
-Cuando hago que una palabra trabaje tanto como esa -explicó Humpty Dumpty- siempre le doy una paga extraordinaria.
-¡Oh! Dijo Alicia. Estaba demasiado desconcertada con todo esto como para hacer otro comentario.
-¡Ah, deberías verlas cuando vienen a mi alrededor los sábados por la noche! -continuó Humpty Dumpty-. A por su paga, ya sabes...

(Alicia no se atrevió a preguntarle con qué les pagaba, de forma que menos podría decíroslo yo a vosotros.)


martes, 5 de diciembre de 2006

Imagen, desemejanza, invisibilidad


(...) Comprendí que esa imagen (aunque no se parezca a mí) es mucho más real que yo mismo; que no es ella la mía, sino yo su sombra. Que no es a ella a quien se puede acusar de no parecérseme, sino que esa desemejanza es culpa mía. Y que esa desemejanza es mi cruz, que no se la puedo endilgar a nadie y que debo cargar con ella. Sin embargo, no estaba dispuesto a rendirme. Pretendía cargar con mi desemejanza, seguir siendo aquel que habían decidido que no era.

(...) Y así comprendí que esta forma mía de resistencia también era vana, que el único que percibía ya mi desemejanza era yo mismo, y que para los demás era invisible.


(Milan Kundera, en "La Broma";
pintura de Susana Soto Poblette)

Just an asshole, boy...


Optó por guardarse la respuesta. Se sentía como el condenado que prefiere asumir culpas ajenas antes que dar las explicaciones que le exigen. Lo invadió un deja vuh de discusiones que exacerbaban los rencores, que envolvían el diálogo en una cerrazón crispada de odios antiguos y absurdos.
Pensó que el problema era su tendencia a aguardar de ella una contribución que no iba a darle nunca en la solución del conflicto. Porque no podía, no quería... ¿sabría que había un conflicto? Deseó poder abandonar sus deseos, sus juicios de valor, la complejidad de la convivencia. Pero cualquiera de las decisiones que le venían a la mente le parecía más irrealizable que seguir aplazando el problema indefinidamente.
Se sentía un infeliz.

lunes, 4 de diciembre de 2006

Ocho años


En su corcel Flecha juventud,
el pibe se jugó.
Perdió la cabeza y ganó la calle.
Nuevamente supo huir del sargento García
y sus federales.
Y todo por un par de porciones.
Vida de paladín.
En su alocada carrera
camino a su guarida
montaba sobre rieles.
Fue deshojando los pétalos
de su floreado botín
tomado
¡en nombre del hambre!
Subió en la canchita de Haedo,
y agazapado por si el chancho
bajó en Ciudadela.
Y hasta donde le alcanzaran las chirolas,
reclamó:
tres de muzza, una coca
y humana atención.
A puro diente,
viajó mentalmente hacia el futuro
(que es mañana, jueves).
Ese día tendrá que trazar
un nuevo plan de acción.
Pero ahora,
como en la serie,
Pablito, "Zorro",
como le dicen,
es generoso
dejando una buena propina.


(Una sheer‘n’bloody poetry de Aldo Blejman,
de su libro "Hizo... ¡crash!")

La asamblea de Gualeguaychú, esa institución tan molesta

A pesar de los relámpa-gos sensacio-nalistas de la prensa, los truenos patriote-ros de los dirigentes políticos, y la lluvia de manipulaciones y distorsiones del poder, en Gualeguaychú aparece, como en ninguna otra ocasión en nuestro país, un rayo de sol que ilumina una de esas “contradicciones objetivas” que el sistema siempre se desvive por encubrir: el lucro capitalista vs. la salud de la gente.

Y digo como en ninguna otra ocasión, porque el viento que despeja las nubes es aquí una movilización popular sostenida y masiva, de un nivel muy poco frecuente, que en más de una oportunidad llegó a movilizar ¡al 30% de la población!, y ya lleva ¡por lo menos tres años! (1)

Y digo como en ninguna otra ocasión, porque ni siquiera cuando un petrolero derrama su carga en las costas de donde fuera se ve tan claramente a un gobierno sosteniendo a una multinacional (2) y a otro gobierno impotente, tratando de apagar el incendio popular con medidas tibias, inconducentes, ineficaces, aun cuando emplee toda su grandilocuencia y parafernalia, como en el acto que hizo Kirchner con todos sus gobernadores.

Pocas veces se puede apreciar con tanta nitidez a un gobierno “progresista” como el uruguayo adoptando a libro cerrado el programa de su antecesor ultraconservador y defendiéndolo incluso con sobreactuaciones militaristas y patrioteras, con el agravante de que se trata del plan piloto del Banco Mundial para el traslado de las industrias sucias del primer mundo (Botnia) y de una de las principales “soluciones” recomendadas por el protocolo de Kyoto para las emisiones de gases de invernadero (En la que da por supuesto que la forestación masiva en una región es climáticamente equivalente al recorte de emisiones de carbono en otra). (3)

Pocas veces se ven tan claras las manipulaciones desde el máximo nivel de gobierno contra una movilización popular. Desde el ninguneo inicial de Kirchner (dijo que se trataba “de una mera cuestión ambiental”) hasta su intento de coparla mediante el acto con los gobernadores, pasando por el experimento de cooptación con la designación de Romina Picolotti en Ambiente, o el ensayo de desvío al callejón sin salida de la “Justicia” internacional.

Y el problema para el gobierno no pasa sólo por el despeje de la ruta, cuestión un poco dificultosa en el año electoral que se inicia (4). Porque en el fondo lo que realmente necesita despejar es el camino para la instalación de otras varias papeleras-monstruo tipo Botnia en las provincias de la Mesopotamia, donde ya las esperan algunos millones de hectáreas sembrados de eucaliptos, por lo que se sabe hasta ahora, inversiones de capitales chilenos, argentinos y yanquis (5).

Otro cantar es el de la asamblea popular, que encierra contradicciones bastante complejas, hasta ahora ocultas por la persistencia y extensión de la movilización. En medio del kilombo, además de las normales corrientes conciliadoras, se ven algunas tendencias “nacionalistas”, “ultras”, o ambas a la vez, que podrían manifestarse si aumentara la presión por derecha (del gobierno, de la represión, etc), a favor de que su programa es reivindicativo, local, difuso, limitado, contradictorio, como corresponde a la masividad policlasista de la asamblea (que corran la pastera unos kilómetros más allá, que no se instale en ningún lado, que haya controles estrictos, etc. etc.). Por todo -y a pesar de todo- esto, es un "milagro social" la existencia y el aguante de semejante organismo parlamentario-ejecutivo. ¡Viva la asamblea de Gualeguaychú, carajo!


NOTAS
(1) Vienen al caso anécdotas como la tarea de propaganda en escuelas que desarrolló el “Ejército Alpargatista de Liberación Nacional”, una organización cultural-dilettante que devino en político-social con su trabajo de difusión en escuelas y jardines de infantes durante todo el año 2002. Muchos vecinos mencionaban durante los cortes de ruta el hecho de que sus hijos pequeños fueron los que los impulsaron a interesarse en el tema y a movilizarse.

(2) Es cierto que una situación con casi los mismos ingredientes se puede ver en Esquel, Chubut, donde la oposición a la instalación de una mina de oro a cielo abierto moviliza a gran parte de la población desde hace 4 años. Incluso han obtenido valiosas victorias circunstanciales, como un plebiscito local en el que el NO a la mina ganó por 70 a 30, pese a la presión del gobierno provincial, de la multinacional Meridian Gold y patotas de la UOCRA (las “fuentes de trabajo”, ¿vio?). Sin embargo, como es notorio... no es notorio: su trascendencia pública y repercusión política son mucho más reducidas que lo de Gualeguaychú, tal vez por las mismas razones que el desconocimiento sobre la feroz represión en Las Heras. Casos similares al de Esquel se dan en las cercanías de Bajo La Alumbrera, en Catamarca, y en el Cerro Vanguardia, en Santa Cruz, pero son aún menos conocidos.

(3) Y eso sin entrar a analizar el impacto ambiental que implica el hecho de que para forestaciones masivas aceleradas necesitan árboles genéticamente modificados, y sin discutir el fondo de la cuestión: la forestación es moneda de cambio en el mercado de bonos de carbono. “Coincidentemente”, este lunes 4/12/06 Botnia dio a conocer una propuesta para crear un “polo forestal regional” que abarque la Mesopotamia, Uruguay y Río Grande do Sul. Para más datos sobre “calentamiento global”, Kyoto, forestación y “mercado del carbono”, ver
http://www.nodo50.org/ciencia_popular/articulos/cambio.htm

(4) Una posibilidad sería que decida “acatar” algún mandato internacional, por ejemplo de La Haya, que le ordene el desalojo de la ruta sí o sí, y les mande la Gendarmería. Claro que salir a pegarle a varios miles de personas movilizadas por una orden del extranjero no sería el mejor escenario para un gobierno “nacionalista” como el de Kirchner, justo en el año en que espera que lo voten millones y millones.

(5) Recordemos que el gobernador correntino Colombi está en tratativas con otras pasteras europeas, y que en algún momento de este mismo conflicto llegó a proponer ¡que Botnia fuera trasladada a su provincia! Después de tan oportuna intervención lo llamaron a silencio, por lo que prosigue sus negociaciones con más discreción. Además, la prensa informó que hay dos pasteras suecas con proyectos de radicación en Misiones y/o Río Grande do Sul. Es decir, la “solución” a este conflicto importa consecuencias todavía más abarcadoras que el despeje de una ruta internacional.

jueves, 30 de noviembre de 2006

roscharch juguetón

Dicen que: "Hay un momento de la noche en el que te hartás de seguir trabajando, no ponen nada en la tele, ningún libro nuevo refulge en la estantería y es demasiado tarde para tomarse algo en el bar de abajo. Entonces, jugás. Son las 00.57".
Un caleidoscopio-arco iris-palito chino, ingenuo y expresivo

martes, 28 de noviembre de 2006

Benedicto, estás arrugando...








Benedicto
arrugating





Oie, Ben, al final tú también eres como esos sucios políticos que estafan a sus electores. Nosotros te votamos para que hagas mierda la iglesia de una vez, no para que andes manoseándote con otros fundamentalistas por ahí. ¡Que vuelva Benedicto SS! (Da la impresión de que la Iglesia, vistos los magros resultados del BushSystem en oriente medio, se propone convertirse en el ala "dialoguista" del imperialismo con el "eje del mal". Amigos árabes, si no revientan pronto un par de batallones yanquis completos en el mismo día, cosa de obligarlos a salir corriendo por impacto mediático al interior de la Gran Democracia del Norte, sepan que les espera la reformulación benedictina de la teoría del palo y la zanahoria. ¿Qué es peor? Nunca lo sabremos, pero seguro que ninguna de las dos es mejor.)






El Benedicto
que todos
queremos

El intento, y no el hecho realizado, nos perderá

Mientras corría el tren, que se alejaba impiadoso, la desesperanza se cambió por agitación, hasta llegar al ahogo. Nada venía saliendo bien, y encima ahora el aire parecía huir de sus pulmones como el último vagón, ya fuera de su alcance. Mañana largo el faso, tengo que largar, se prometió convencido. Y al toque, la risa vino a carcomer la promesa, y un desgarro de tos le entró en el pecho, como un potro que galopa sobre ramas quebradizas. Mañana largo, se repitió con ironía, y otra vez la risa, la tos, las ramas, la promesa. Mañana, mañana.

lunes, 27 de noviembre de 2006

Causal de divorcio (variación sobre un txt de Ana María Shua)

Nuestro amor se dibujó en un plano de descontrolada pasión, antes de que comprendiéramos que en realidad era un poliedro tallado con facetas innumerables y contradictorias. Nos amamos con un ardor tal que nuestros cuerpos se fundieron en uno, y ahora ni los testigos más calificados atinan a reconocernos como entes separados. Para peor, la creciente evidencia de que nuestras preferencias ideológicas y políticas, nuestros gustos artísticos y culinarios, son opuestos por el vértice, fue diagnosticada por el psiquiatra como "severo desorden de la personalidad con tendencias esquizoides".