miércoles, 6 de julio de 2011

"Eso es lo que se ha perdido entre tanta piedad: el lado político de la historia"



Santa Elena, la Lord Carnavon del cristianismo

Se sabe que las leyendas no se fijan mucho en la precisión histórica. Al fin de cuentas, la historia real es para la leyenda una mera excusa que justificará la sentencia moral bajo la que ha de leerse el hecho narrado, cómo se lo debe incorporar en la comunidad, cómo se fundamentará y explicará lo que somos y por qué somos. Y si bien son construcciones colectivas que van enfatizando un aspecto u otro en cada época, siempre hay un autor de la "idea original", la mayor parte de las veces desconocido u olvidado, lo que a su vez refuerza la majestad de la leyenda, que así hunde su linaje en la noche de los tiempos. No es el caso la fundadora de la "Vera Cruz", que fue, vio... e inventó.


(...)

La Verdadera Cruz fue fundada por santa Elena (nacida hacia 248 en Bitinia, la actual Turquía; muerta hacia328 en Nicomedia, ahora Izmit, en la actual Turquía), la madre del emperador Constantino. El descubrimiento es, «fue», celebrado por la Iglesia con la Fiesta de la Invención de la Cruz Verdadera, título que lleva en sí la historia etimológica de una palabra provista de ironía mordaz sin mala intención.

Aunque la fiesta fue cancelada por el papa Juan XXIII, las reliquias permanecen en la Iglesia de Santa Croce de Gerusalemme. ¿Una leyenda devota? En esta ciudad, las leyendas devotas son tan antiguas casi como los sucesos que relatan. Los restos (ahora meras astillas) se guardan en una moderna capilla situada al fondo de la basílica principal pero, desde la iglesia principal, aún se puede bajar al primer lugar que cobijó esos trozos de madera: la capilla de santa Elena.

Ésta, y la capilla adyacente de San Gregorio, son salas del Palacio Sesoriano original, donde vivió santa Elena. Esto no es ninguna leyenda. Fue esa mujer la que viajó a Tierra Santa (tampoco es leyenda), encontró la Verdadera Cruz (esto sí es leyenda) y la llevó a Roma, donde fue dividida, y sus fragmentos distribuidos por las iglesias de Europa del mismo modo que una moderna empresa de comercialización de productos podría distribuir los suyos entre quienes poseen la franquicia: gorras de béisbol con el logo de la compañía, figuritas de plástico, cosas así.

Elena también se trajo los clavos de la crucifixión, parte del título que se clavó sobre la cabeza de Jesús, la estaca a la que lo ataron para azotarlo, alguna piedra de la tumba, alguna piedra de la cueva de Belén, las escaleras del palacio de Poncio Pilato, parte de la cruz en la que crucificaron al buen ladrón. Parecía una inglesa del siglo XVIII recogiendo tesoros artísticos por el mundo para mandarlos en cajas a su casa solariega.

Llevé a Magda a ver las reliquias. Contempló los fragmentos y las piezas con una mezcla de asombro atávico y moderno escepticismo.
—¿Cómo lo saben? —preguntó. —¿Cómo saben qué? —Que fue la cruz del buen ladrón. Has dicho que fue la del buen ladrón. ¿Cómo lo saben?
La Iglesia tiene una respuesta porque la Iglesia siempre tiene una respuesta: es perro demasiado viejo para que la pillen tan fácilmente. Se lo expliqué:
—Se dio la suerte de que uno de los hombres que trabajaban para Elena se hizo daño. De modo que acercaron la herida a una de las cruces que habían encontrado... y la herida no se curaba. Así que ésa debía de ser la cruz del mal ladrón. Entonces probaron con la otra, y en cuanto tocó la madera, la herida se cerró, el dolor desapareció y no quedó ni cicatriz. Por tanto, era la cruz del buen ladrón.

La tabla de madera en cuestión está herméticamente encerrada en un hueco de la pared, tras un grueso cristal y una reja de hierro. ¿Pasaría de nuevo la prueba? Magda se quedó un rato pensando mi respuesta y luego se encogió de hombros.

(...)

En Jerusalén, en la Iglesia del Santo Sepulcro, en el centro del casco viejo, todavía se puede bajar a la capilla de Santa Elena. Pasas por delante de hileras e hileras de cruces grabadas en la piedra por los peregrinos medievales hasta llegar a un espacio desnudo y cincelado como el fondo de un pozo. La luz se filtra hacia las profundidades desde la ventana que hay en lo alto del techo.

Originariamente, la capilla era con exactitud tal como exige la tradición: una cisterna cortada en la roca de la primera época imperial. Ya habría existido en la época de Elena. Hay un terminus ante quem, una fecha anterior a la cual debió de construirse, que es el 44 a.C. Lo que se cuenta es que después de la crucifixión arrojaron la cruz en un pozo cercano, donde trescientos años más tarde fue descubierta por la Emperatriz en su Gran Viaje. La luz llega desde la ventana de arriba e ilumina el polvoriento espacio; y la verdad es que no es difícil de imaginar. Si has visto trabajadores en faena, no es difícil de imaginar. Debió de haber muchas palabrotas, claro. Carajo con esto y a la mierda con lo otro mientras intentaban mover esos toscos maderos, arrastrándolos aquí y allá y finalmente arrojándolos al pozo. Siempre hay palabrotas. Las obscenidades asumen una extraña neutralidad semántica en los labios de esas personas, pero imagino que debieron de suponer un satisfactorio contrapunto al sonido de la madera al astillarse.

Uno se pregunta si toda la operación se hizo de manera encubierta, con el desesperado afán, por parte de los políticos, de librarse de las pruebas, de fingir que todo lo ocurrido no había ocurrido en realidad. Los políticos no han cambiado, ¿verdad? Y eso fue un asunto en parte político, desde luego. Eso es lo que se ha perdido entre tanta piedad: el lado político de la historia.

Esos trabajadores debían de proceder de lo más bajo de la sociedad, simplemente porque manejar los maderos de una cruz te volvía impuro. Probablemente eran esclavos. Una cosa es segura: no tenían ni idea del significado de lo que hacían, ni de que un día, ya fuera en la leyenda o en la realidad, la madre de un emperador vendría a buscar las tablas de madera. Ni de que dos mil años más tarde los hombres aún le darían vueltas a ese hecho, igual que los buitres dan vueltas alrededor de un esqueleto con la esperanza de encontrar un pedacito de carne. Así pues, arrojaron los fragmentos a un pozo. ¿Y el cadáver? Ah, eso es lo importante, ¿verdad? ¿Qué hicieron con el cadáver?

Sus discípulos vinieron durante la noche y lo robaron mientras nosotros dormíamos
(...) Y corrió esa versión entre los judíos, hasta el día de hoy
(Mateo, z8,13-15)

¿Hasta el día de hoy? ¿Necesitan una resurrección? Hago la pregunta en sentido socrático; yo tengo mi propia respuesta y no estoy dispuesto a revelarla. Quiero decir si "hoy en día" necesitan una resurrección. Oh, ellos necesitan una, desde luego. En esta ciudad, allí donde vayas encuentras reliquias que atestiguan que, en su época, los romanos, los griegos y todo el mundo necesitaban un sacrificio y una resurrección. No hay más que ver a Dioniso. Pero ¿ahora?

(...)


Simon Mawer en El Evangelio de Judas

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