martes, 27 de septiembre de 2011

Feliz o contenta

En La baronesa del tango, Silvia Miguens atraviesa un tiempo histórico y reúne una cantidad de historias deslumbrantes y a veces agobiadoras por su densa multiplicidad, todo sin alterar una prosa moderada y por momentos exquisita. Por ejemplo, el capítulo 15 arranca con la descripción de esa comunidad de oligarcas, burgueses e intelligentzia que por el fin del siglo XIX y principios del XX se daba en llamar "argentinos" (denominación todavía muy usada), y al toque continúa con una antojadiza y poética definición de la felicidad (con la que debo reconocer que estoy de acuerdo)...



15

Fue por el año 1911 cuando se supo de La Argentina del Centenario, crónicas que Georges Clemenceau había comenzado a escribir en L’Ilustration, de París, y luego fueron convertidas en libro. Cuando el libro llegó a Buenos Aires, muchos se molestaron. Como funcionario y representante en el país, el periodista había regresado a su Francia natal con un bagaje de vistos y oídos que comentaba irónicamente. Un poco a la ligera hablaba de todos. De un modo muy francés, o elegante, dejó caer críticas bastante particulares sobre los argentinos. Bien sabido es que muchos, por acá, eran bárbaros y excéntricos y aún lo son.

Hombres de a caballo, rebenque en mano, apropiadores y propagadores no sólo de la barbarie de estas tierras, según ellos invadidas, por los españoles, los ingleses y los indígenas, sino apropiadores y mejores voceros de las culturas foráneas. Aunque tampoco eran costumbres que hubiesen tomado de los inmigrantes. Buena par­te de ese peculiar sector de la población había estudiado en París, por lo tanto ostentaba una educación, e ilustración, no muy dife­rente a la del mismo Clemenceau. Y los que no poseían esa edu­cación, preparaban a sus hijos para que sí pudiesen hacer alarde de ella. De todos modos se mostraban a sí mismos como si en efecto la hubieran recibido.

Sin embargo, el mismo Clemenceau, en su ironía, pasaba por alto la admiración de los argentinos por los franceses, y muy especialmente, la que profesaban por los ingleses; sin esa anglofilia no hubiesen ganado los británicos tantos espacios en los partidos polí­ticos, del conservador al radical alvearista, del socialismo de Justo hasta el comunismo de Codovilla, de los toros Shorthorn a los ca­ballos pur sang. Muchos padecieron de la anglofilia, esa enferme­dad que los llevaba a traducir a Byron o a Shelley en los ratos que les dejaban sus funciones públicas, amparados por el privilegio de ser publicados sus pacientes trabajos en La Nación, donde hasta el presidente de los ferrocarriles era mencionado como sir William Leguizamón.

Tampoco resultaron inmunes a la anglofilia los em­pleados de la embajada argentina que, pese a sus eternas morriñas por dejar de deambular las callecitas porteñas, apenas llegaban a Londres se calzaban galera, sobretodo largo y paraguas y se larga­ban a caminar por la ciudad, mientras entre esos muchos otros que aún permanecían o regresaban a las orillas del Plata, crecía el na­cionalismo como contraparte de esa abrumadora inmigración eu­ropea, considerada por parte de élites y de intelectuales un proceso de contraste y decadencia cultural que provocaría nuevas corrien­tes de pensamiento y hasta puede que una revolución social. Ese áspero tropel de extrañas gentes... decían muchos. En cuanto a los que tenían dificultades económicas que habían nacido al amparo del Río de la Plata, eran considerados más extravagantes aún. Via­jeros incansables se habían vuelto muchos, músicos, poetas, artis­tas en general, puede que exiliados o autoexiliados, parias todos, nómades que por hambre, más que por convicción, difundían las artes en general, y el tango en particular. Tango que, de regreso al país, ya había incorporado esa pátina europea tan necesaria, o inevitable, para ser aceptado por todos y, justamente, en los ámbi­tos que debía ser aceptado.

—Así era la ciudad entonces... y su gente. Todos nosotros. Quien más quien menos, todos éramos iguales -dijo Mamita Eloí­sa-. Sin embargo, pese a la tristeza y la muerte de Federico prime­ro, y más tarde de Nicolás, pese a todos los que vi morir, he sido una mujer feliz, especialmente a comienzo del siglo. Casi todos se han ido pero nunca pude evitar ser feliz. No siempre estuve conten­ta, pero sí feliz.

Curiosa idea, la de Mamita Eloísa, de vivir en estado de felici­dad aun sin estar contenta. Como si la felicidad fuese un mandato imposible de abandonar, un objeto heredado igual que la estampa o los rasgos peculiares de la familia. Y tal vez lo es. Por este mismo motivo, puede que la alegría no estuviera en mí, no la había vivido ni atesorado en la memoria de la piel. Qué memorias recuperar de mis antepasados. Y, una vez restituida esa memoria, de dónde rescatar la alegría.

-Todo puede ser discordante y aun contradictorio -comentó a la sazón Mamita Eloísa como si hubiese adivinado mi pensamiento-. Hay quienes son naturalmente felices, y no siempre porque todo les haya sido dado. Se nace feliz como se nace blanco o negro, alto o bajito. Otros, en cambio, se empecinan en mostrarse felices y atraviesan apenas contentos su vida y la de los demás. Es que uno no puede andar por ahí con la misma alegría siempre. No es posible, ni conveniente, y esto no significa nada. Ser feliz no es sonreír todo el tiempo, sólo es sentirse pleno.

—No sé si entiendo...

—La plenitud la alcanzas si eres capaz de reír y llorar con igual intensidad cuando cada circunstancia lo amerita. Y no significa esperar que los demás te otorguen los permisos, sólo se necesita ser libre. ¿Comprendes ahora?

—No sé si tanto... pero si usted lo dice.

Mamita Eloísa, como tantas veces, sonrió y acercó su mano hasta mí como si tentase una caricia. Pero retiró su mano, la entrecerró en la otra y las abandonó en su regazo. Muchas veces la vi reprimiendo sus caricias. Según insinuó una tarde, cuando caminábamos por el jardín, hacía muchos años que no acariciaba ni era acariciada por nadie; también me aconsejó que me era imprescindible comprender que con los años las caricias serían menos frecuentes; y mayor aún el pudor. Cómo explicarle, cómo hacerle comprender que nunca había sido de otro modo para mí. Qué podría entender si no había corrido igual suerte que ella. Por eso no insistí.

(…)

Silvia Miguens en La baronesa del tango

jueves, 15 de septiembre de 2011

La colina del hombre de rodillas grandes

En su interesante libro Historia de las palabras, el historiador Daniel Balmaceda presenta una sección de topónimos que recorren vasta porción de la geografía terrestre y vastísimas regiones de la cultura humana. Desde los prefijos y sufijos que señalan la existencia de un pueblo o de un puerto, de una frontera o un accidente geográfico, hasta el origen de las deformaciones que el original sufrió a manos del tiempo y de las peripecias de navegantes, exploradores y políticos, apila una colección de nombres llenos de historia. El mejor de todos es el nombre que los maoríes pusieron a una colina neozelandesa, relato y poesía a la vez. Para muestra, un trío de botones...


NAM, PAREDÓN Y DESPUÉS

Vaticinar y Vaticano tienen el mismo origen. Los adi­vinos de la Antigua Roma (llamados vatis) se instalaron en el templo de Apolo, situado en una colina que, debido a sus ocupantes, era conocida como la Vaticana. En ese si­tio Nerón decidió construir un circo. A corta distancia de dicho circo romano fue crucificado boca abajo el mártir San Pedro. Con los siglos, aquel monte de los adivinos se convertiría en sede de la Iglesia Católica Apostólica Romana.

Jerusalén deriva del hebreo Yerushalayim, "posesión de la paz". Beth es "pueblo" en hebreo. Bethlehem —que nosotros conocemos como Belén— significa el "pueblo del pan" y Bethania, el "pueblo de la pobreza". Israel, según el Génesis, es "el que lucha junto a Dios" (saró es batallar y el, Dios). Tell, también en hebreo, significa "monte"; y Aviv son "flores", "plantas" y, por extensión, "primavera".

El Cairo es la transformación fonética de Al-Qahirah, frase árabe que significa "la victoriosa". Siguiendo con los árabes, su influencia en España explica que en México encontremos nombres como Guadalajara y Guadalupe. Ouad-al-jara significa "río de las piedras" y ouad-al-lupe, "río del lobo".

Argelia nació del árabe Al Jezair, "la península" que, dicho sea de paso, significa "casi una isla" (pen, "casi" e ín­sula, "isla"). En sánscrito, sing ha pura es "ciudad del león", hoy Singapur. Belgrado, que en yugoeslavo es Beograd, quiere decir "ciudad blanca". Líbano es de naturaleza semítica: signifuca blanco.Este color también figura en los nombres de Albania y los Alpes (a través del latín albus). Australia era la Terra Australis (tierra austral). Alaska quie­re decir "tierra grande" en esquimal.

Japón, por su parte, está formada por dos voces de procedencia china: zi (sol) y pen (origen), lo que la con­vierte en la ciudad del sol naciente. Hong Kong surge del chino Hiang-Kiang, "aguas perfumadas", una caracterís­tica propia de los orientales, que desde siempre acostum­bran perfumar las aguas con pétalos de flores. Los nipones emplean la palabra nam para definir al sur. La reconoce­mos, por ejemplo, en Vietnam, que es "lejano sur". Pekín es, para los chinos, la kin (capital) del pe (norte). Y Nankín es la capital del sur.

Los japoneses utilizan la palabra shima para referirse a las islas. Hiroshima es, por su desgracia, la más conocida de las más de cuarenta shimas del Japón. El Himalaya es la "morada de las nieves", pues himam significa "nieve" en sánscrito. Hay otro sufijo, en este caso de origen musul­mán, muy utilizado: stanes significa "tierra de". Afganistán es la tierra de los afganos, Kurdistán es la tierra de los kurdos (valientes) y Pakistán, la de los puros, dicho en un sentido espiritual.



CANAL DE LA MANGA

El emperador Carlomagno aportó algunos nombres para los mapas. El más conocido es el que le dio a la región oriental que defendía sus dominios: Ost-reich (Reino del Este), actual Austria. A la Mark (frontera) que lindaba con la tierra de los daneses la llamó Dañe Mark, que nosotros conocemos como Dinamarca.

Aquellos vecinos daneses eran exploradores y fueron quienes llamaron ollant, "tierra de los bosques", a la región de Holanda. Su nombre oficial es Neederland, que signi­fica "tierras bajas" en la lengua local. Nada más apropiado para ese territorio poblado de pantanos, al cual denomi­namos Países Bajos.

Las legiones romanas eran las encargadas de anexar te­rritorios al imperio. En las planificaciones de las campañas se hablaba de ellas como las regiones pro vincere (del latín pro, "antes", y vincere, "vencer"). Se trataba de las poblacio­nes a vencer. De allí surgió la palabra "provincia". Una de esas provincias romanas se llamó Cale, y su puerto fue Por-tus Cale, que con el tiempo se convirtió en Portugal.

Otra conquista romana fue la región de los dacios, que entonces pasó a ser tierra de romanos: Rumania. Bélgica provino del bajo alemán balge, "región pantanosa". España surgió de un término cartaginés: span, "conejo". Era, para los hombres de Cartago, la "tierra de los conejos", porque tal extensión se hallaba poblada por miles de estos animalitos. En cambio, la isla atlántica cercana no tenía conejos sino perros. Los romanos la bautizaron insulae canum, "isla de los perros". Su fauna aportó los pajaritos cantores que se esparcieron por el mundo con el popular nombre de canarios.

Milán resultó del latín midium llanum, "en medio del llano". Las referencias a accidentes geográficos son inago­tables. En sus exploraciones por América del Norte, los franceses dejaron sus huellas en Detroit, "estrecho". Por su parte, Dublin proviene del celta dubh linne, "pozo ne­gro". Al "pie de los montes" de los Alpes se halla el Pia-monte.

Haven, "puerto" en inglés, explica el significado de La Habana. Emparentadas con haven están la danesa havn y la francesa havre. Kjobenhavn —Copenhague para no­sotros— quiere decir "puerto de ios mercaderes". Y Le Havre es un puerto francés situado en el Canal de la Mancha, al cual los ingleses llamaron English Channel. Pero del otro lado, los franceses prefirieron denominarlo Le Manche, "la manga". Por lo tanto, channel y manche expresan la misma idea. El último paso lo dieron los espa­ñoles, quienes castellanizaron channel y manche. La desig­nación española de Canal de la Mancha no es más que una salomónica redundancia.



TOCÓ LA FLAUTA PARA SU AMADA

El primer nombre oficial que le dieron los europeos a Australia fue Nueva Holanda. El proceso de su descubri­miento y exploración se inició en 1616 y demandó mu­chos años y navegaciones. En 1642, el capitán holandés Abel Janzsoon Tasman fue enviado con dos barcos a re­conocer la costa oriental de aquella región. Aún era muy difícil hallar el rumbo exacto. El 27 de octubre de 1642, Tasman ofreció una recompensa a quien avistara tierra: tres reales y un tazón extra del aguardiente con leché de coco que componía la ración diaria.

No se conoce el nombre del afortunado, pero sí se sabe que pasó casi un mes (alcanzaron tierra el 24 de no­viembre) y que no arribaron a Australia, sino a una isla al sur de dicho país que el capitán llamó Anthoonij van Diemenslandt (Tierra de Anthony van Diemen, que era entonces el gobernador holandés de las Indias Orienta­les). Entre 1803 y 1985 la isla fue usada como centro de deportación de criminales británicos. En 1856 cambió su nombre. Desde entonces se llama Tasmania.

El padre del cartaginés Aníbal se llamaba Amílcar Barca. Su apellido dio origen a Barcelona. Un oficial árabe de nombre Tariq desembarcó en España junto a un peñón. Sus compañeros denominaron al territorio Jebel al-Tariq, "la montaña de Tariq". Como a los españoles les costaba mucho pronunciar la voz árabe, lo convirtieron en Gibraltar. Los emperadores Julio César y Augusto inspiraron a los romanos para bautizar una ciudad ibérica: Cesarau-gusta, hoy Zaragoza. Una de las hijas de Augusto se llama­ba Berytus. Y su padre la evocó al fundar Beirut.

También hizo su aporte Marthinus Wessel Pretorius, el primer presidente de Sudáfrica, al fundar la ciudad de Pretoria, que en el nombre recuerda a su padre, el líder político Andries Pretorius. Mientras que China es "el país de Tsin", ya que HoangTi, el emperador que construyó la muralla, pertenecía a dicha dinastía. Entre los reyes ára­bes figuró Mohamed Ibn-Saud, quien instauró la Casa de Saud a mediados del siglo XVIII. A partir de él, la nación recibe el nombre de Arabia Saudita.

¿Volvemos a Oceanía? Otra de las islas que descubrió en 1642 el capitán holandés Tasman en su intento fallido por dar con Australia fue Nueva Zelanda, ya que dicha costa le hizo recordar a las islas Zeeland de su país. En esa tierra de grandes rugbiers existe la colina con el topóni­mo más romántico del mundo. Nos referimos a Taumatawhakatangihangakoauauotamateaturipukakapikimaungahoronukupokaiwhenuakitanatahu. El lenguaje es maorí y significa: "La cumbre de la colina donde Tamatea, el hombre con las rodillas grandes, el escalador de las mon­tañas, el devorador de la tierra, que vagó por los
alrede­dores, tocó la flauta para su amada". Es la más romántica y la más larga de las toponimias. Sus habitantes, con total confianza, la llaman Taumata.

Tomado de "Historia de las palabras", de Daniel Balmaceda.