sábado, 27 de octubre de 2012

"Edifica a ciegas sus relaciones con los demás"

Por estos días se han cumplido 95 años de la vez que los obreros rusos tomaron el poder para iniciar una experiencia que a pesar de lo poco que duró -quizás hasta 1927 o 1928- dividió en dos la historia universal. Uno de sus dirigentes, León Trotsky, hizo una poderosa síntesis-definición del acontecimiento a pedido de unos estudiantes de Copenhague. Cuando habla de "La actual crisis mundial", por supuesto no se refiere a la actual crisis mundial, sino a una crisis mundial que era más o menos como la actual, aunque parece que la actual está por superar aquella actualidad y aquella crisis.    ;-(    En cualquier caso, un texto cuyos contenidos no han perdido actualidad...       


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Durante el año 1917, en el intervalo de ocho meses, dos curvas históricas convergen. La Revolución de Febrero -este eco tardío de las grandes luchas que se desarrollaron en los siglos pasados sobre el territorio de los Países Bajos, Inglaterra, Francia, casi toda la Europa continental- se une a la serie de las revoluciones burguesas. La revolución de Octubre proclama y abre la era de la dominación del proletariado. Es el capitalismo mundial quien sufre, sobre el territorio de Rusia, la primera gran derrota. La cadena se rompió por el eslabón más débil. Pero es la cadena, y no solamente el eslabón, lo que se rompió.

El capitalismo como sistema mundial se sobrevive históricamente. Ha terminado de cumplir su misión esencial: la elevación del nivel del poder y de la riqueza humanos. La Humanidad no puede estancarse en el peldaño alcanzado. Sólo un poderoso empuje de las fuerzas productivas y una organización justa, planificada, es decir, socialista, de producción y distribución, puede asegurar a los hombres -a todos los hombres- un nivel de vida digno y conferirles al mismo tiempo el sentimiento inefable de la libertad frente a su propia economía. De la libertad en dos órdenes de relaciones; primeramente, el hombre no se verá ya obligado a consagrar su vida entera al trabajo físico. En segundo lugar, ya no dependerá de las leyes del mercado, es decir, de las fuerzas ciegas y oscuras que obran fuera de su voluntad. El hombre edificará libremente su economía, esto es, con arreglo a un plan, compás en mano. Ahora se trata de radiografiar la anatomía de la sociedad, de descubrir todos sus secretos y de someter todas sus funciones a la razón y a la voluntad del hombre colectivo. En este sentido, el socialismo entraña una nueva etapa en el crecimiento histórico de la Humanidad. A nuestro antepasado, armado por primera vez de un hacha de piedra, toda la naturaleza se le presenta como una conjuración de un poder misterioso y hostil. Más tarde, las ciencias naturales, en estrecha colaboración con la tecnología práctica, iluminaron la naturaleza hasta en sus más profundas oscuridades. Por medio de la energía eléctrica, el físico elabora su juicio sobre el núcleo atómico. No está lejos la hora en que -como en un juego- la ciencia resolverá la quimera de la alquimia, transformando el estiércol en oro y el oro en estiércol. Allá donde los demonios y las furias de la naturaleza se desataban, reina ahora, cada vez con más energía, la voluntad industriosa del hombre.

Pero en tanto que el hombre lucha victoriosamente con la naturaleza, edifica a ciegas sus relaciones con los demás, casi al igual que las abejas y las hormigas. Con retraso y por demás indeciso, se encara con los problemas de la sociedad humana. Empezó por la religión, para pasar después a la política. La Reforma trajo el primer éxito del individualismo y del racionalismo burgués en un dominio donde venía imperando una tradición muerta. El pensamiento crítico pasó de la Iglesia al Estado. Nacida en la lucha contra el absolutismo y las condiciones medievales, la doctrina de la soberanía popular y de los derechos del hombre y del ciudadano se amplía y robustece. Así se formó el sistema del parlamentarismo. El pensamiento crítico penetró en el dominio de la administración del Estado. El racionalismo político de la democracia significó la más alta conquista de la burguesía revolucionaria.

Pero entre la naturaleza y el Estado se interpone la economía. La técnica ha libertado al hombre de la tiranía de los viejos elementos: la tierra, el agua, el fuego y el aire para someterle, acto seguido, a su propia tiranía. La actual crisis mundial testimonia, de una manera particularmente trágica, cómo este dominador altivo y audaz de la naturaleza permanece siendo el esclavo de los poderes ciegos de su propia economía. La tarea histórica de nuestra época consiste en sustituir el juego anárquico del mercado por un plan razonable, en disciplinar las fuerzas productivas, en obligarlas a obrar en armonía, sirviendo dócilmente a las necesidades del hombre. Solamente sobre esta nueva base social el hombre podrá enderezar su espalda fatigada, y no ya sólo los elegidos, sino todos y todas, llegar a ser ciudadanos con plenos poderes en el dominio del pensamiento. Sin embargo, esto no es todavía la meta del camino. No, esto no es más que el principio. El hombre se considera el coronamiento de la creación. Tiene para ello, sí, ciertos derechos. ¿Pero quién se atreve a afirmar que el hombre actual sea el último representante, el más elevado de la especie homo sapiens? No, físicamente, como espiritualmente, está todavía muy lejos de la perfección este aborto biológico, de pensamiento enfermizo y que no se ha creado ningún nuevo equilibrio orgánico.
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Fragmento de la conferencia ¿Qué fue la Revolución Rusa?, pronunciada por Trotsky el 27 de noviembre de 1932 en el stadium de Copenhague, Dinamarca

sábado, 20 de octubre de 2012

"No puedes, tú solo, dinamitar la isla de Manhattan"

Pablo Cingolani, un escritor sensible y profundo, me envió su reseña del libro Nueve noches, del brasileño Eduardo Carvalho...


El rastro del caracol

Buell Quain era el nombre de un antropólogo norteamericano que en 1939 se suicidó en las selvas de Brasil. Había nacido en las dakotas, estudiado en una de las universidades más prestigiosas del mundo, donde fue alumno de prominentes expertos, como la doctora Margaret Mead. Todos los que conocieron a Buell en vida, guardaron de él una imagen de brillantez y compromiso con su labor de etnógrafo, y la noticia de su muerte sorprendió a todos. Era un hombre apuesto, de familia acomodada, aunque sus padres se divorciaron, y algunos suponen que esos problemas influyeron en su decisión de quitarse la vida. Sin embargo, su inmolación sigue siendo un misterio.

Fue terrible. Estaba viviendo en una aldea de los indios Krahó y ya había anunciado que se iría a fin de año. Las cartas que recibía de sus padres lo habían entristecido; las quemaba después de leerlas. Un día, partió con dos indígenas, João e Ismael, rumbo a Carolina, un poblado mestizo de Goais, la antesala del territorio de los Krahó. En la segunda noche en la selva, sus compañeros de travesía se horrorizaron al hallarlo todo ensangrentado, tras que Quain se había cortado los brazos, las piernas y el cuello con una navaja de afeitar Gillette. Pero seguía vivo y João e Ismael le suplicaron que se detuviera y no se matara. El gringo les respondió que él solo quería acabar con sus sufrimientos. Sin saber qué más hacer, presos del terror, los indios salieron corriendo a una fazenda cercana a pedir ayuda. Cuando retornaron, Buell Quain estaba muerto. Terminó ahorcándose en un árbol con la cuerda de su hamaca. Tenía 27 años.

Quain había pedido ser enterrado allí, y así lo hizo el dueño del rancho adonde los indios fueron por socorro. Su tumba fue marcada “con tallos de burití”, el aguaje, la palma real conocida entre nosotros. “Nunca la policía ni autoridad alguna fue hasta ese lugar. El cuerpo nunca fue exhumado. No hay ninguna investigación archivada en los registros públicos (…) Los pedidos… para que se marcase la sepultura, por si algún día la familia quería rendir homenaje al muerto, nunca fueron atendidos. Hasta donde se sabe, nadie nunca volvió allá. La desolación absoluta, la tumba más negra de todas.

La cita y todo esto que acabo de anotar, lo leí en un libro muy fuerte. Se titula Nueve noches y su autor es un brasileño llamado Bernardo Carvalho. La obra fue editada en Argentina en 2011, aunque ya tiene una década de ojos encima. Es la historia de este tipo llamado Buell Quain y de cómo Carvalho se obsesiona por saber quién era y qué había sucedido con él.

Nueve noches es alucinante, envolvente, fascinador. Está escrito de una manera que no deja lugar a nada que no sea avidez y fervor al leerlo. Carvalho dispara sus palabras con certeza de cerbatana, las arroja como flechas al centro de ese algo total pero elusivo que es la condición humana, o aquello que algunos creemos que es la condición humana, y que se asemeja mucho a la selva donde suceden la mayoría de los hechos que va narrando. Es una historia desgarradora, la de Quain, que se va entramando con otras historias desgarradoras: la de los últimos pueblos indígenas de la Amazonía y la del propio Carvalho y su extraño vínculo con lo amazónico.

Como toda saga, Nueve noches nos permite enlazarlo con otros textos, con otras lecturas de los mismos mundos, los mismos desgarros. “Se llamaba, creo, Fred Murdock” –anotó Borges en El etnógrafo, su propia versión sobre el tema. Murdock, como Quain, explora su wild side, en su caso en el oeste norteamericano. Va en busca de una verdad, de un secreto. A su vuelta, su profesor y las autoridades de su universidad lo publicarán como su tesis de grado. Cuando lo encuentra y regresa, confiesa que lo aprendido y hallado es “algo que no puedo decir” y agrega que “el secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me condujeron a él”. En el libro de Carvalho, esas verdades encontradas, esos secretos revelados, están en las antípodas de la magia borgiana, pues no son más que las laceraciones y abominaciones padecidas por los indios de la selva a lo largo de la historia. Son parte del horror, de ese horror del que habla Kurtz, de ese horror que la “civilización” inoculó en la selva.

¿Cómo afecta ello a la sensibilidad de un ser generoso que deja atrás su mundo para sumergirse o intentar hacerlo en el mundo del otro? Parafraseando a Artaud (y sus Tarahumaras, otro lazo con la obra de Carvalho), “los antropólogos suicidados” son muchos. En un ensayo cuyo título ya lo dice todo El fútil ejercicio de Lévi-Strauss y Buell Quain en la selva amazónica, la también antropóloga Ana María Ashwell cuenta que Margaret Caffrey se quitó la vida en 1931 mientras investigaba a los Apache. Lucien Sebag se inmoló a los 32 años, en 1965, tras concluir su trabajo de campo entre los Ayoreo, en el Chaco. Lo mismo hizo Alfred Metraux, el 63, cuando buscaba volver con los indios guayakíes en el Paraguay. Coincidencia o qué, Charles Wagley, que escribiría la introducción del libro póstumo de Quain sobre los Trumái del Brasil, también escribió, en American Anthropologist, el obituario de Metraux. “La lista de suicidados –concluye Ashwell- es larga”.

De mi propia cosecha, la historia de Quain me remite a la historia de Lars, el joven noruego que sigue desaparecido en la selva del Madidi, desde 1997. Era un hombre sensible, de una familia burguesa, de un país modelo. Eligió el camino del tercer mundo, de los pobres, de los desarraigados, de la selva. Vivió junto a los Tacana los años suficientes para aprender sus verdades y sus secretos o lo que quedaban de ellos. Un día, un cataclismo social en la aldea, producto de la irrupción de la modernidad (Carvalho los narra de manera tan cruda como magistral), hizo que Lars se decidiera a abandonar a sus amigos indios, internarse en la selva e ir en busca de la quintaesencia de lo puro: otro pueblo indígena pero en estado de aislamiento, los Toromonas, uno de los pocos que sigue resistiendo a ser contaminados. Hasta hoy, Lars, no ha regresado.

Los Krahó bautizaron a Buell con otro nombre: Camtwyon. Carvalho narra sus peripecias para saber su etimología. Al final, descubre que “twyon” quiere decir caracol. “Cam” era el presente, el aquí y ahora. Nadie en la aldea actual sabía cómo y porqué se combinaban esas dos palabras. El saber, la metáfora, se había perdido. Carvalho decide su propia interpretación, salvaje y moral según confiesa: “camtwyon” se le ocurre el caracol y todo lo que su esencia implica: aquel que va con su casa a cuestas, con su amparo siempre consigo, sólo la muerte puede despojarlo de él y de sí mismo. Camtwyon, en versión carvallesca, pasa a ser así, “el rastro del caracol”: de nada sirve huir, de nada sirve no aceptarse como uno es ni tampoco no aceptar cómo son las cosas, donde quiera que uno vaya, uno siempre será uno, de nada sirve escaparse de uno mismo, diría Moris, mezclando el blues con el tango. Todo esto y más están labrados en la piel brillante y en las entrañas revueltas del libro de Carvalho.

Dos caras de la misma moneda. De los indios, dice el novelista brasileño, “son los huérfanos de la civilización. Se hallan abandonados. Necesitan alianzas con el mundo de los blancos, un mundo que ellos tratan, con esfuerzo, de entender, y en general no lo consiguen. El problema es que… el mundo entero es de los blancos”. De nosotros, Carvalho rescata la médula de Elegía 1938 del inmortal Drummond: “Trabajas sin alegría para un mundo caduco/ donde las formas y las acciones no encierran ningún ejemplo/ Practicas laboriosamente los gestos universales,/ sientes calor y frío, falta de dinero, hambre y deseo sexual […] Corazón orgulloso, tienes prisa por confesar tu derrota/ y postergar para otro siglo la felicidad colectiva/ Aceptas la lluvia, la guerra, el desempleo y la injusta distribución/ por que no puedes, tú solo, dinamitar la isla de Manhattan”. Dos versiones más del rastro del caracol, de eso que no podemos negar, de eso que no podemos esconder y, si somos justos con el pasado y sobre todo con el presente, menos podemos olvidar si tuviéramos el valor de mirarnos al espejo y no derretirnos con lo que vemos. Lawrence decía que el mérito no era soñar, sino soñar pero con los ojos abiertos, los mismos que hacen falta para leer y ojalá conmoverse con Nueve noches.


Pablo Cingolani
Río Abajo, 20 de octubre de 2012

martes, 9 de octubre de 2012

"Fuente de orgullo y valle de miseria"

Pierre Broué y Émile Témine son dos historiadores franceses que han escrito -en mi humildísima opinión- una de las mejores historias de la Guerra Civil Española. En el prólogo de su libro "La revolución y la guerra de España" ellos desmienten expresamente mi afirmación, diciendo que su obra es apenas "un primer paso hacia la redacción de una Historia más completa que requerirá miles y miles de testimonios y, sobre todo, de documentos de los archivos, todavía inaccesibles [el libro es de 1962], ya sea en España misma, en Francia, en Inglaterra, en la URSS y en el Vaticano". Como sea, se trata de una obra de minuciosa documentación y apasionante lectura, lo que ya se puede ver desde el mismísimo prólogo, donde proponen algunas pistas para conocer la España que produjo la guerra civil, algunas de cuyas facetas -salvando tiempos y distancias- habrán de reaparecer en los próximos años...   



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Que no se espere encontrar en nuestra obra más de lo que quisimos o pudimos incluir en ella. Los lectores a quienes, según esperamos, les habremos despertado el gusto por España, deberán buscar en otras partes, en los hispanistas, la respuesta a las preguntas que se plantearán al comenzar a leernos. Los convidamos a que busquen en las obras de geografía una minuciosa descripción de este país, que es un mundo aparte, tan africano como europeo. "España", dice Joan Maragall, está "lejos del mundo como un planeta aparte. Y sus pueblos, que están en el mundo, parecen olvidados". Se enterarán de que España es "un manto repulgado de puntillas" que abarca 506.000 kilómetros cuadrados, que su población asciende casi a 30.000.000 de habitantes, que "vive difícilmente", que "su producción no puede bastar más que para un pueblo muy sobrio", que "carece de capitales y de medios de transporte". Si dirigen hacia los libros de historia sus investigaciones, se enterarán de que los Antiguos situaban en España a los Campos Elíseos y que Estrabón, el primer geógrafo, hacía de Andalucía la "morada de los Elegidos"; que la España musulmana, por sus técnicas agrícolas y artesanales, sus conocimientos científicos y filosóficos, iba a la vanguardia de la civilización de la Edad Media. Descubrirán también que los estragos de la reconquista, esa primera prueba de fuerza entre un mundo musulmán próspero, pero sin aliento, y un Occidente cristiano bárbaro, pero desbordante de vida, no le impidió a España convertirse en dueña del Viejo y del Nuevo mundo: el siglo de Luis XIV, en todos los libros, viene después del de la "preponderancia española". Pero se enterarán también de que la España del Siglo de Oro, como ha dicho Gastón Roupnel, es a la vez "fuente de orgullo y valle de miseria, según que se piense en sus poderosos o en sus masas, en su Corte o en los grandes territorios dolorosos que se extienden desde una frontera hasta la otra".

Quizá, entonces, penetrarán más fácilmente en esta España de la que Dominique Aubíer y Manuel Tuñón de Lara nos dicen que "retrocede cuando nos acercamos a ella". Con ellos, podrán recorrer los difíciles itinerarios hacia "la unidad subterránea que forma el esqueleto interior del español, ya sea charlatán y andaluz, severo y castellano, astuto como un gallego, interesado como un catalán o trabajador como un vasco". Recorriéndolos, se enterarán de las palabras cuya comprensión es esencial para entender a la realidad española: tierra, la tierra "que da la vida, pero no la mantiene"; hambre, que se traduce por el francés "faim" pero que "es a nuestra hambre lo que una rabieta es a la cólera"; castizo, mediocremente traducido por "de buena raza", siendo que afirma cotidianamente una sed de dignidad que proclama toda la historia de los pueblos de España. Quizá se percatarán también de aquello que, sobre todas las cosas, escapa a la descripción y a la explicación, a saber, el lugar que ocupa la muerte en la vida del español, cuya importancia quizá le haya sugerido ya la pasión por los toros.

Deberán ahondar mucho más todavía en su indagación, para penetrar en esa profunda espiritualidad que hace que se den codo con codo la fe más fanática y el más violento anticlericalismo. Tendrán que aprehender el sentido de la tierra de la Inquisición, la del auto de fe, en la que al acto de quemar a un hombre -moro mal convertido, judío bautizado inclusive, protestante secreto o espíritu esclarecido- se le llamaba "acto de fe". Deberán demorarse largamente en la contemplación de Goya y de sus dibujos del Dos de Mavo, y habrán de meditar sobre la violencia y la muerte de esos hombres de manos desnudas, frente a los fusiles de los pelotones de ejecución, o los sables de los mamelucos.

No olvidarán el levantamiento contra Napoleón de este pueblo, al que llamaban "los pordioseros", y observarán que mientras los Grandes doblaban la espina ante el conquistador, los campesinos, en sus asambleas de aldea, declaraban la guerra a la Grande Armée y creaban la palabra guerrilla. Concederán algunos instantes al sitio de Zaragoza, capturada por los franceses, en 52 días, casa por casa, piso por piso; y a sus 60.000 víctimas, sin exceptuar a las mujeres y a los niños, puesto que también ellos eran combatientes. Oirán decir al mariscal Lannes: "¡Qué guerra! ¡Verse obligado a matar a gente tan valiente, aunque estén locos!", pues estos "locos" se batían con sus puños y con sus dientes. Encontrarán de nuevo esta violencia en las guerras carlistas, en todas las luchas civiles del siglo XIX, en la represión realista que repugnará inclusive a los "ultras" franceses que habían acudido en nombre de la Santa Alianza a aplastar la Revolución española -la primera-, a los levantamientos campesinos, en las huelgas y la represión, en la tortura y en las "hazañas" de la guardia civil inmortalizadas por el Romancero de Federico García Lorca.

Al descubrir esta España descubrirán miles de Españas. Se enterarán de que la misma palabra castellana, pueblo, designa a los habitantes y a la aldea, que esta última es una patria pequeña, la patria chica de Brenan, que vive con una vida propia y casi autónoma. Entenderán mejor, entonces, por ejemplo en los trabajos de Rama, la difícil construcción de un Estado por encima de una nación inconclusa, y la
vanidad y el carácter artificial de la tentativa "liberal" en un país en el que reinan todavía señoritos y
caciques. Pues los caciques, esos déspotas locales, no son solamente los intendentes tradicionales de
los grandes dominios, que utilizan el poder delegado en ellos para saciar su apetito de poder y aplastar
con sus arbitrariedades y sus desprecios a aquellos a quienes emplean y mandan. El "caciquismo" ha
penetrado en toda la vida social y política; la administración, los partidos y, en cierta medida, los
sindicatos, hasta tal punto es verdad que este vicio de una sociedad medieval puede ser todavía
secretado por la España del siglo XX.

Entonces, sin duda, nuestros lectores comprenderán mejor algunos caracteres propiamente españoles de esta revolución y de esta guerra, la arrogancia de los señores, seguros de encarnar a una raza superior, el desprecio de la muerte y el encarnizamiento en la lucha de todos los combatientes, su particularismo y su apego a la ciudad, a la aldea, al terruño -lo que se llamará "individualismo", "indisciplina", "tendencias anarquistas"-, la violencia de los fanatismos, el odio, el desprecio que cimenta las jerarquías sociales, pero también la constante afirmación de la dignidad, el lugar ocupado, en la guerra, por la idea que cada uno de los adversarios se hace del hombre -hombre, que es interjección y afirmación-, ya sea que quieran exaltarlo y "liberarlo", o por el contrario, extinguirlo y destruirlo por la humillación concebida como un sistema.
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Fragmento del Prólogo de Pierre Broué y Émile Témine
 en La revolución y la guerra de España
(1962)