martes, 9 de octubre de 2012

"Fuente de orgullo y valle de miseria"

Pierre Broué y Émile Témine son dos historiadores franceses que han escrito -en mi humildísima opinión- una de las mejores historias de la Guerra Civil Española. En el prólogo de su libro "La revolución y la guerra de España" ellos desmienten expresamente mi afirmación, diciendo que su obra es apenas "un primer paso hacia la redacción de una Historia más completa que requerirá miles y miles de testimonios y, sobre todo, de documentos de los archivos, todavía inaccesibles [el libro es de 1962], ya sea en España misma, en Francia, en Inglaterra, en la URSS y en el Vaticano". Como sea, se trata de una obra de minuciosa documentación y apasionante lectura, lo que ya se puede ver desde el mismísimo prólogo, donde proponen algunas pistas para conocer la España que produjo la guerra civil, algunas de cuyas facetas -salvando tiempos y distancias- habrán de reaparecer en los próximos años...   



(...)
Que no se espere encontrar en nuestra obra más de lo que quisimos o pudimos incluir en ella. Los lectores a quienes, según esperamos, les habremos despertado el gusto por España, deberán buscar en otras partes, en los hispanistas, la respuesta a las preguntas que se plantearán al comenzar a leernos. Los convidamos a que busquen en las obras de geografía una minuciosa descripción de este país, que es un mundo aparte, tan africano como europeo. "España", dice Joan Maragall, está "lejos del mundo como un planeta aparte. Y sus pueblos, que están en el mundo, parecen olvidados". Se enterarán de que España es "un manto repulgado de puntillas" que abarca 506.000 kilómetros cuadrados, que su población asciende casi a 30.000.000 de habitantes, que "vive difícilmente", que "su producción no puede bastar más que para un pueblo muy sobrio", que "carece de capitales y de medios de transporte". Si dirigen hacia los libros de historia sus investigaciones, se enterarán de que los Antiguos situaban en España a los Campos Elíseos y que Estrabón, el primer geógrafo, hacía de Andalucía la "morada de los Elegidos"; que la España musulmana, por sus técnicas agrícolas y artesanales, sus conocimientos científicos y filosóficos, iba a la vanguardia de la civilización de la Edad Media. Descubrirán también que los estragos de la reconquista, esa primera prueba de fuerza entre un mundo musulmán próspero, pero sin aliento, y un Occidente cristiano bárbaro, pero desbordante de vida, no le impidió a España convertirse en dueña del Viejo y del Nuevo mundo: el siglo de Luis XIV, en todos los libros, viene después del de la "preponderancia española". Pero se enterarán también de que la España del Siglo de Oro, como ha dicho Gastón Roupnel, es a la vez "fuente de orgullo y valle de miseria, según que se piense en sus poderosos o en sus masas, en su Corte o en los grandes territorios dolorosos que se extienden desde una frontera hasta la otra".

Quizá, entonces, penetrarán más fácilmente en esta España de la que Dominique Aubíer y Manuel Tuñón de Lara nos dicen que "retrocede cuando nos acercamos a ella". Con ellos, podrán recorrer los difíciles itinerarios hacia "la unidad subterránea que forma el esqueleto interior del español, ya sea charlatán y andaluz, severo y castellano, astuto como un gallego, interesado como un catalán o trabajador como un vasco". Recorriéndolos, se enterarán de las palabras cuya comprensión es esencial para entender a la realidad española: tierra, la tierra "que da la vida, pero no la mantiene"; hambre, que se traduce por el francés "faim" pero que "es a nuestra hambre lo que una rabieta es a la cólera"; castizo, mediocremente traducido por "de buena raza", siendo que afirma cotidianamente una sed de dignidad que proclama toda la historia de los pueblos de España. Quizá se percatarán también de aquello que, sobre todas las cosas, escapa a la descripción y a la explicación, a saber, el lugar que ocupa la muerte en la vida del español, cuya importancia quizá le haya sugerido ya la pasión por los toros.

Deberán ahondar mucho más todavía en su indagación, para penetrar en esa profunda espiritualidad que hace que se den codo con codo la fe más fanática y el más violento anticlericalismo. Tendrán que aprehender el sentido de la tierra de la Inquisición, la del auto de fe, en la que al acto de quemar a un hombre -moro mal convertido, judío bautizado inclusive, protestante secreto o espíritu esclarecido- se le llamaba "acto de fe". Deberán demorarse largamente en la contemplación de Goya y de sus dibujos del Dos de Mavo, y habrán de meditar sobre la violencia y la muerte de esos hombres de manos desnudas, frente a los fusiles de los pelotones de ejecución, o los sables de los mamelucos.

No olvidarán el levantamiento contra Napoleón de este pueblo, al que llamaban "los pordioseros", y observarán que mientras los Grandes doblaban la espina ante el conquistador, los campesinos, en sus asambleas de aldea, declaraban la guerra a la Grande Armée y creaban la palabra guerrilla. Concederán algunos instantes al sitio de Zaragoza, capturada por los franceses, en 52 días, casa por casa, piso por piso; y a sus 60.000 víctimas, sin exceptuar a las mujeres y a los niños, puesto que también ellos eran combatientes. Oirán decir al mariscal Lannes: "¡Qué guerra! ¡Verse obligado a matar a gente tan valiente, aunque estén locos!", pues estos "locos" se batían con sus puños y con sus dientes. Encontrarán de nuevo esta violencia en las guerras carlistas, en todas las luchas civiles del siglo XIX, en la represión realista que repugnará inclusive a los "ultras" franceses que habían acudido en nombre de la Santa Alianza a aplastar la Revolución española -la primera-, a los levantamientos campesinos, en las huelgas y la represión, en la tortura y en las "hazañas" de la guardia civil inmortalizadas por el Romancero de Federico García Lorca.

Al descubrir esta España descubrirán miles de Españas. Se enterarán de que la misma palabra castellana, pueblo, designa a los habitantes y a la aldea, que esta última es una patria pequeña, la patria chica de Brenan, que vive con una vida propia y casi autónoma. Entenderán mejor, entonces, por ejemplo en los trabajos de Rama, la difícil construcción de un Estado por encima de una nación inconclusa, y la
vanidad y el carácter artificial de la tentativa "liberal" en un país en el que reinan todavía señoritos y
caciques. Pues los caciques, esos déspotas locales, no son solamente los intendentes tradicionales de
los grandes dominios, que utilizan el poder delegado en ellos para saciar su apetito de poder y aplastar
con sus arbitrariedades y sus desprecios a aquellos a quienes emplean y mandan. El "caciquismo" ha
penetrado en toda la vida social y política; la administración, los partidos y, en cierta medida, los
sindicatos, hasta tal punto es verdad que este vicio de una sociedad medieval puede ser todavía
secretado por la España del siglo XX.

Entonces, sin duda, nuestros lectores comprenderán mejor algunos caracteres propiamente españoles de esta revolución y de esta guerra, la arrogancia de los señores, seguros de encarnar a una raza superior, el desprecio de la muerte y el encarnizamiento en la lucha de todos los combatientes, su particularismo y su apego a la ciudad, a la aldea, al terruño -lo que se llamará "individualismo", "indisciplina", "tendencias anarquistas"-, la violencia de los fanatismos, el odio, el desprecio que cimenta las jerarquías sociales, pero también la constante afirmación de la dignidad, el lugar ocupado, en la guerra, por la idea que cada uno de los adversarios se hace del hombre -hombre, que es interjección y afirmación-, ya sea que quieran exaltarlo y "liberarlo", o por el contrario, extinguirlo y destruirlo por la humillación concebida como un sistema.
(...)

Fragmento del Prólogo de Pierre Broué y Émile Témine
 en La revolución y la guerra de España
(1962)


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